Mientras tanto, una fábula


         En tiempos pretéritos la doctrina oficial decía que el estrés era una enfermedad que sólo podían tener unos pocos privilegiados. Con las carencias que ofrece la vida y las calamidades de cada día, sólo tenían derecho a estar hartos los afortunados a quienes las graves y terribles responsabilidades les quebraban la tensión y les producían desasosiego y zozobra ilimitada. Pero por suerte las cosas han cambiado y la socialización de la medicina ha permitido que también la gente corriente pueda acceder a una situación tan angustiosa. A día de hoy los médicos pueden diagnosticar el estrés a cualquier hijo de vecino y por tanto este padecimiento ha dejado de ser un signo de prestancia social. Pero sin poner ya ninguna barrera a este malestar, hay expertos que aseguran que hasta los toros de lidia, cuando salen hacia la plaza y el ruedo, sufren de estrés y que este estado de ánimo le sobreviene por el cambio que supone pasar de una vida relajada y casi de ensueño a una situación desconocida y hostil, en la que además se juega su supervivencia: ese es uno de los motivos que explican, a juicio de los expertos, por qué se caen en el ruedo. 
        Sabido es, desde que lo contó Samaniego, cómo envidiaba el asno la suerte del cochino que vivía allá a su lado y cómo se lamentaba de los halagos y atenciones que éste recibía, mientras que para él sólo había trabajo y palos a porfía. El contraste y la injusticia eran tan evidentes que el pobre asno maldecía su suerte y su vida ante la sonrisa maliciosa del compañero que sólo recibía atenciones, mimos y caricias por doquier. Así no tiene ningún sentido la vida, rumiaba cada mañana cuando llegaba la hora del festín y él se tenía que poner a trabajar aunque tuviera jaqueca o no hubiera dormido bien o le doliera el estómago: nada podía servirle de excusa para no cumplir con su obligación, que estaba más allá de su deber. Es bastante probable que, si el asno hubiera conocido la vida regalada del toro de lidia, hubiera gritado de rabia y envidia al cielo, al observar la vida placentera y relajada de ese animal, protegido de los dioses por su poder, su prestancia y su categoría social. Pero como en la fábula de Samaniego, otros fueron sus pensamientos y sus razones, cuando vio al cochino entrar en el matadero. Y otra hubiera sido su reacción viendo la pelea, en parte desigual, de los toros en el ruedo de la plaza.
        Ejecutivos hay, dicen las crónicas, que para salir de estrés y puesto que no tienen tiempo nada más que para trabajar, utilizan los servicios de los sicólogos en furgonetas especiales en las que se trasladan de un sitio para otro mientras reciben sesiones de sicoterapia. Algo así se podría hacer con los toros mientras viajan encajonados camino de la plaza.
    El filósofo Descartes creía que los animales son sólo máquinas que funcionan tan admirablemente que nos dan la impresión a los humanos de que comparten con nosotros la inteligencia y algunos sentimientos elementales. Pero hoy tenemos otra visión de los animales y por eso hemos de ocuparnos de sus problemas aunque no sabemos qué es mejor si la vida del asno o del cochino o la del toro. O la nuestra, que también cuenta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario