Tiene razón don Quijote


       Aunque el pasaje del bálsamo de Fierabrás es un poco largo, merece la pena recordarlo: “Es un bálsamo —respondió don Quijote— con el cual no hay que tener temor a la muerte ni pensar morir de herida alguna. Y así, cuando yo lo haga y te lo dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajarlo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho y me verás quedar más sano que una manzana”. Y lo que ocurrió en algo se le pareció porque herido don Quijote, “apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago, y con las ansias y agitación del vomito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Así lo hicieron así y se quedó dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se tuvo por sano”.
      No tuvo la misma experiencia Sancho que, cuando lo tomó, “le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo. Viéndole así don Quijote, le dijo: —Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero; porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son”.
       Se peguntaban los filósofos antiguos si era posible que existiesen dos seres tan iguales, tan iguales, que no hubiera manera de distinguirlos o que, dicho de otra forma, las cualidades que los definieran fuesen tan exactamente coincidentes que no hubiera ningún aspecto que los pudiera diferenciar, que fueran indiscernibles. Y después de muchos quiebros y requiebros teóricos y discusiones sin fin llegaron a la conclusión de que no era posible, que siempre habrá algún detalle o algún matiz que haga que cada cosa, objeto o persona sea diferente de todo lo demás. Es lo que llamaron “la disputa de los indiscernibles”.
     Pero ¿no habíamos quedado, desde la Revolución francesa, que todos somos iguales? puede preguntarse más de uno. ¿Cómo es eso de la discusión de los indiscernibles?, ¿significa esa doctrina que no es posible la igualdad completa de los seres humanos? “Bueno, cuando hablamos de iguales, responderá alguno de los muchos expertos en estas materias y seguro que muchos lectores de este artículo, a nadie se le puede ocurrir pensar que nos referimos a la igualdad física, tampoco a otros muchos aspectos de la vida y ni siquiera a los efectos de los bálsamos, incluido el de Fierabrás, eso es una simpleza, solo estamos aludiendo a que todos somos iguales ante la ley, nada menos y nada más”. ¡Ah, bueno, entonces ya queda todo claro!, tendremos que responder, y no se hable más del asunto. Ganas de complicar las cosas ante algo tan claro y evidente, como diría el filósofo Descartes. Pues, si es así, amén.

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