Aunque
acaba convirtiéndose en uno de nosotros, no tiene en principio buena imagen
Shylock, el judío prestamista y usurero de “El Mercader de Venecia” de
Shakespeare. Pero su grito, dejando a un lado naturalmente la referencia a su
raza y religión, se ha convertido hoy en un clamor y un quejido universal: “soy
un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos,
dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos
alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades,
curado por los mismos remedios, calentado y enfriado por el mismo verano y por
el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos
cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?...”
Recuerda
Moisés Naím que los antiguos griegos estaban convencidos de que “cuando los
dioses quieren destruir a alguien, primero lo vuelven loco". Y tal vez
hayamos empezado a recorrer ese camino. Porque cuando uno trata de parar el
tiempo y evitar el ruido para poder analizar lo que está pasando, tiene que
preguntarse pero, ¿a qué estamos?, ¿en qué inmensa trampa hemos caído?, ¿a qué
estamos?, ¿a cuadrar las grandes cifras o a resolver los problemas de cada
persona que está ahí?, ¿pero no sabemos de sobra que lo que se llaman los
grandes índices económicos no son sino lo que los filósofos llaman entes de
razón, sin valor objetivo?, ¿aún queda gente que cree que las grandes cuentas
son una ciencia exacta, que las jergas que se manejan en cualquier ciencia son
entes reales?
Los seres humanos, con sus alegrías y sus
tristezas, han desaparecido de la plaza pública y su lugar lo ha ocupado un
montón de cifras que todos alardeamos de entender ¡faltaría más! Con la excusa
de ayudar a los futuros, nos hemos olvidado de los de hoy y, como sin darnos
cuenta, hemos sustituido a los seres humanos por los números. Hablando de los
nuevos mercados de materias primas un gestor de esos réditos, con nombre y
apellidos, es decir sin empacho en afirmarlo, expresaba el otro día en un
reportaje que el hecho de que los más pobres entre los pobres no puedan
permitirse comer son “efectos colaterales no deseados del mercado”. Lo peor de
los desahucios es el desprecio con el que se está tratando, amparados en el
dogma de que la banca no puede peligrar.
Un filósofo de alto prestigio, R. Rorty, mantenía la
tesis de que, a la hora de la solidaridad, lo que nos empuja de verdad es la
circunstancia histórica que cada uno vivimos, que nuestro sentimiento se
fortalece cuando se considera que a quien ayudamos es uno de nosotros pero
entendiendo ese “nosotros” como algo más restringido que la raza humana, o los
grandes principios absolutos y universales del amor y la justicia. De una
manera más familiar, lo que nos lleva a ayudar a los demás es verlos ahí
formando parte de nuestra sociedad. Por eso mientras sigamos ocultando la
realidad personal del que siente y sufre como nosotros, envueltos en el celofán
de grandes cifras falsas por principio, seguiremos olvidándonos de la persona.
Y veremos lo que les ocurra a los que nos sobrevivan y no se queden en el
camino.
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