Leyendo
la historia de España, uno se encuentra con la referencia de que, cuando
nuestro país andaba enfrascado, a principios del siglo XVIII, en una guerra
civil (que los historiadores llaman “de sucesión” pues en ella se decidía quién
habría de suceder a Carlos II, muerto sin heredero), determinadas
circunstancias sobrevenidas de fuera y que eran absolutamente ajenas a nosotros
y a nuestro país influyeron y casi decidieron el fin de esa liza, permitiendo
que llegase la paz y se aclarase lo de la monarquía. El caso es que en la Gran
Bretaña, que apoyaba a uno de los aspirantes al trono de España y había entrado
en el conflicto, se celebraron elecciones generales, que ganaron los
conservadores, y estos, que no estaban de acuerdo en verse implicados en esa
guerra, decidieron retirarse, lo que fue uno de los tres factores que
determinaron el fin del problema. Es decir, la derrota de los laboristas en
unas elecciones fue decisiva para una guerra civil española. Y de eso hace como
tres siglos.
La
anécdota, que no tiene más valor que la sorpresa y la vivencia personal de un
lector de historia, ilustra sin embargo de manera grandilocuente, al tiempo que
dramática, lo que todos conocemos sobre el diferente comportamiento social y
político de sociedades, como la inglesa, que llevan siglos sintiendo,
practicando y viviendo la democracia y el triste balance de nuestra historia.
Cuando en España, si alguno osaba pronunciar la palabra democracia por haberla
escuchado de algún extranjero, mejor era que no lo hubiese hecho porque su
final estaba en las calderas de Pedro Botero por decisión de todos los poderes
militares, clericales, caciquiles y demás, en las islas ya regía consolidado un
poder legítimo que venía desde el siglo XIII con la Carta Magna.
Así
las cosas no es bueno olvidar nuestra bisoñez y cómo de novicios somos en
asunto tan decisivo para la convivencia de todos. Y menos prudente aún es pensar
que todo el monte es orégano y que ya hemos adquirido el carné de sociedad
acorde a los principios que encarnan las naciones libres y, sobre todo,
formadas. Que en última instancia es lo decisivo. El peligro está en que,
convencidos de que ancha es Castilla y que ya está todo resuelto, nos pasamos
la mayoría del tiempo en dimes y diretes, en discusiones baladíes, en dilucidar
si los nombres responden a las cosas o es al revés, mientras que en el debate
de la plaza pública, en el discurso de los medios de comunicación y en la
interacción social apenas hemos entrado a discutir, aclarar y ponernos de
acuerdo en asuntos tan básicos como qué es precisamente la democracia, a qué
debemos llamar un sistema democrático, qué debemos entender por una ética civil
o qué alcance tiene el patriotismo constitucional. ¿Hablamos de lo mismo unos y
otros cuando nos referimos a estas cosas?
Dice
Javier Tusell que cuando Sartori llega a escribir que democracia es “el nombre
pomposo de algo que no existe” en realidad indica que se trata de un ideal de
difícil realización. ¡Y tan difícil! Si todavía hay ocasiones en que los
ingleses se cuestionan el funcionamiento de su sistema, ¿qué podemos decir
nosotros?
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