Estaba reunido el pueblo discutiendo y analizando cómo la
gente estaba más a salvo entre enemigos con los que se luchaba que entre
compatriotas, debido a la esclavitud que generaban las deudas, y empezaban a
indignarse hablando de estas cosas cuando el ambiente rompió a enardecerse al
ver llegar a un hombre de avanzada edad con sus ropas cubiertas de mugre, su
cuerpo consumido, lívido y macilento… Desfigurado como estaba, se le
reconocía, sin embargo, y se enumeraban brillantes hechos de armas de los que
conservaba las cicatrices. Al preguntarle por qué tenía aquel aspecto, como lo
rodeaba una multitud a manera de una asamblea del pueblo, dijo que, mientras él
estaba en la guerra, sus tierras habían sido devastadas, se había quedado sin
cosecha y su granja había sido saqueada, sus bienes todos arrasados, su ganado
robado; que, mientras, se le habían
reclamado los impuestos y había tenido que contraer una deuda que, incrementada
por los intereses, le había hecho quedarse, primero, sin la tierra de su padre
y de su abuelo, después sin los demás bienes y, finalmente, su acreedor lo
había arrojado, no a la esclavitud, sino a una mazmorra y a una cámara de
tortura. Al verlo y escucharlo se eleva un enorme griterío, la agitación se
extiende en todas direcciones por toda la ciudad y no hay un rincón donde no se
encuentre un voluntario para unirse a la revuelta.
No es esta una crónica de las asambleas de los llamados
indignados ni tampoco de un motín para impedir un desalojo. Es un resumen de la
narración del historiador romano Tito Livio de lo que ocurrió en 495 a.C., es
decir, hace unos dos mil quinientos años. Pero el asunto de los deudores y de
los castigos sufridos venía de muy antiguo, de casi cinco mil años cuando ya el
capitalismo era el dueño absoluto y despótico del mercado pero aun no había
llegado la cultura griega a crear la democracia y por tanto tampoco las
asambleas y los debates populares. El código de Hammurabi, del año 1700 a.C.,
el más famoso por más completo (algo más de 282 artículos) pero no el más
antiguo pues se conocen textos de 2400 a.C., recogen la vieja obligación
incluso de vender a la mujer, a los hijos y hasta a uno mismo para pagar las
deudas contraídas.
Cuenta el historiador griego Heródoto que en Egipto, allá
por el año 2500 cuando era faraón Asiquis, “ante la gran escasez de dinero en
circulación que hubo se promulgó una ley en virtud de la cual uno sólo podía
recibir un préstamo dando como garantía el cadáver de su padre; y a esta ley se
agregó, además, esta otra: quien
facilitaba el préstamo se convertía, de paso, en dueño de toda la cámara
mortuoria del contrayente; y si el que ofrecía la susodicha garantía no quería
devolver el préstamo, sufría la siguiente sanción: el deudor en cuestión no
podía a su muerte recibir sepultura en la tumba paterna hipotecada ni en
ninguna otra, y tampoco podía enterrar a ningún otro miembro de su familia que
hubiese fallecido”.
¿Aceptarían esta prenda hoy los bancos, en lugar del
piso, como garantía de la deuda? Quizá la única nota reconfortante es que
Hammurabi solo autorizaba la venta de la familia y de uno mismo durante tres
años.
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