Los lectores de El Quijote conocen las dificultades por
las que pasó el pobre de Sancho cuando perdió el libro donde venía la carta que
su señor había escrito para Dulcinea mientras penaba de amor en Sierra Morena,
y tuvo que echar mano de su memoria. La fortuna no le fue benigna y apenas pudo
recomponer ante el Cura y el Barbero el discurso amoroso, confundiendo sobajada
con soberana y relatando, al decir de Cervantes, otros tres mil disparates.
Pues algo así parecen algunos personajes públicos en cuanto hablan en alto, que
si dije lo que no dije, que quise decir pero, que sobajada y soberana suenan
parecido pero no, o que ha sido sacado de contexto, un lugar por cierto de
donde todo el mundo saca cosas y que debe estar, como decían los seguidores de
Platón, en el cóncavo de la Luna. Matizar, descifrar, puntualizar, explicar o
desenmarañar nuestro mensaje, nuestro discurso se ha convertido en una tarea
tan rutinaria como el coser y cantar.
Los motivos
que explican esta conducta no son difíciles de descubrir. Ya el uso del
lenguaje simbólico, propio de culturas muy desarrolladas sea uno de ellos: no
es lo mismo la construcción mental simple y primitiva de “tengo hambre”, que
tratar de explicar los vericuetos ideológicos y filosóficos que dirigen el
comportamiento de las personas. Y desde luego influyen también los diferentes
niveles culturales de unos y otros, la diversidad complejidad sicológica
individual, los usos y modismos de cada
uno y otros muchos rasgos de carácter, edad, ambiente, origen que diferencian a
unas personas de otras. Las palabras, que John Berger aseguraba que son en
cierto modo nuestro enemigo, presuponen que incluso las mismas cosas dichas por
diversas personas tengan un sentido diferente: sin duda que amor en boca de
Sancho nada tiene que ver con lo que dijera su patrón.
Las
matizaciones son desde luego el lado amable que puede evitar molestias o
disgustos a los demás y resuelve muchas situaciones conflictivas cuando uno ha
dicho alguna inconveniencia, alguna tontería, o, incluso, ha molestado sin
querer a otro. Pero cuando son muchas y repetidas, cuando se tomen como hábito,
resultan demasiado enojosas e insufribles. Y acaban siendo un alfilerazo para
el lector o el oyente, un vicio antipático y un detector de según qué
desajustes mentales o sicológicos. Y a los que abusan de este recurso, del
es-y-no-es sería bueno recordarles lo que le dijo don Quijote a Sancho cuando éste
dudaba de que fueran verdad las maravillas de la cueva de Montesinos: como te
conozco, Sancho, no hago caso de tus palabras.
Una
solución desde luego para evitar, si es que se quiere que sea así, tantas
matizaciones y eludir lo que le pasa al buen predicador, que las mejores ideas
se le ocurren después del sermón, es pensar antes lo que se va a decir. Claro
que, puestos a ser imaginativos, podemos recordar este significativo diálogo de
una novela de P. G. Wodehouse: -¡Pues vaya! -dije. / -¡Pues vaya! –dijo Motty.
/ -¡Pues vaya! ¡Pues vaya!, respondí -¡Pues vaya! ¡Pues vaya! ¡Pues vaya!
Después de lo cual, asegura el autor, pareció bastante difícil proseguir la
conversación.
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