¿Es útil para el pueblo ser engañado? (1)

      Como cuenta Miguel Catalán, en 1778, en una época en la que era una práctica frecuente, la Real Academia de Ciencias de Berlín, a instancias del monarca prusiano Federico II, convocó un concurso público de ideas filosóficas para contestar a esta pregunta: “¿Es útil para el pueblo ser engañado?”. Lo que planteaba la cuestión, que no tenía en principio ninguna vinculación con la doctrina del uso de la mentira como medio para mantenerse en el poder al estilo de Maquiavelo, era si “entre las acciones del buen gobernante se encuentra la de mentir al propio pueblo en su beneficio” por considerar que éste es ignorante, le basta para ser feliz mantenerse en sus supersticiones y no tiene ganas ni deseo de complicarse la vida. Es lo que se ha llamado la mentira política, “la noble mentira”. Cuarenta y dos trabajos acudieron a la convocatoria y el premio se dividió entre un defensor del “sí” y otro del “no”.
        La disparidad de respuestas muestra la división ideológica si bien es verdad que hasta ese momento de la historia había prevalecido el sí, es decir, había sido mayoritaria la posición que defendía que el gobernante tenía el derecho y la obligación de ejercer teniendo presente que para el beneficio y felicidad del pueblo había que ocultarle la auténtica verdad de las cosas, mantenerle como estaba. Platón, por ejemplo, desde una posición paternalista, defendía que, si los ciudadanos van a la guerra, “habrá que hablarles de cosas que les hagan ser valientes y ocultarles todos los peligros y tribulaciones que les amenazan”. “Es una posición elitista, asegura M. Catalán, basada en el convencimiento de que hay dos tipos de personas: quienes saben, que deben conducir a quienes no saben, en tanto estos deben limitarse a ser llevados sin protestar como lo haría la marinería de un barco”. Al fin y al cabo, decían, es lo mismo que hacen los dioses con nosotros, que nos ocultan nuestro destino, cuándo moriremos y qué nos deparará el futuro. Pues imitémosles y santas pascuas. Es la defensa de lo que se llama “la fe del carbonero”: creer a pie juntillas todo lo que dicen los dirigentes en razón de la autoridad de quien lo dice pero sin tener que entender nada.
       No todos pensaban así. Quienes defendían el “no” opinaban que no tiene sentido esa dualidad de personas y, al mismo tiempo, que en algunos casos era una excusa para mandar absolutamente. ¿Con qué nos quedamos en verdad?


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