Por
poner un ejemplo, valga lo que ha pasado en Italia, que ha cambiado de sistema
político y de organización social de la manera más desafortunada. Porque, ya
puestos y no teniendo ninguna otra alternativa ni solución, lo lógico hubiera
sido que lo hubieran llevado a cabo con inteligencia y buen tacto y no de ese
modo tan tosco y de escasa finura intelectual. En Italia han modificado nada menos
que la estructura del Estado mediante un procedimiento ajeno a toda la teorías
políticas al uso y lo peor es que lo han hecho de forma chusquera y patatera,
incluso se diría que hasta ilegal.
Lo
normal hubiera sido que, una vez decidido que los representantes del pueblo,
los políticos, aquellos a los que el mismísimo Aristóteles adjudicaba la alta
tarea de elaborar las leyes como su mayor obra de arte, ya no tenían nada que
hacer, el traspaso de poderes reales se hubiese hecho bien ¿Hubieran podido los
parlamentario votar no al gestor Monti?, ¿podrían ahora de hecho oponerse a sus
decisiones? Es obvio que no. Los parlamentarios han quedado como floreros sin
competencias y solo sirven para dar algún lustre a la sociedad llamada
democrática. Pero, siendo así las cosas, y decidido que el Estado deja de ser
una sociedad pública y política y se transforma en una empresa o sociedad de
gestión, lo lógico hubiese sido anunciar a concurso público el proyecto, una
subasta en toda regla y salga el Sol por Antequera. Y no una tan tramposa que
ha consistido en adjudicar a dedo y sin más trámites lo que debiera haber sido
el resultado de un magro y magno concurso. Una calamidad y un desatino.
No fue únicamente Julio Verne el fantasioso. Hace 15 años, por aquel invierno, de pronto una
vez más reapareció con fuerza en nuestro país el perenne y persistente debate
sobre si más Estado y menos sociedad civil o si, por el contrario, había que
disminuir el ámbito de competencias del Estado y adjudicarle a los movimientos
ciudadanos el mayor protagonismo sobre los intereses generales. Como dice el
sociólogo Víctor Pérez Díaz, aunque de siempre se habían considerado como una
misma cosa la sociedad civil y la sociedad política, la discusión se complicó
y, como la cama de Procusto, se estiraban o alargaban las tareas del Estado
según mandan unos y otros.
Había que manifestar una medida que resolviera la
contradicción. Y así, con el disgusto de algún bienintencionado, quien esto
escribe propuso una fórmula bien sencilla: privaticemos el Estado de forma que
confluyan en una sola realidad económica, política y social ambas dimensiones.
Con un procedimiento práctico, además, muy simple: una vez elegido el
Parlamento, éste no tendría otra función que elaborar el pliego de condiciones,
publicar la convocatoria en el boletín oficial y elegir la oferta más
interesante para gestionar todos los asuntos públicos. A continuación se
disolvería hasta la nueva legislatura, hasta las próximas elecciones.
Parlamentarios por un día. Como en Italia pero bien hecho. De esta forma el
Estado sería público y privado a la vez; lo público, privado y lo privado,
público. ¿Los resultados y las consecuencias? Esa es otra galaxia.
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