Como se sabe, el que los cargos públicos no sean
vitalicios obedece a la exigencia de que los ciudadanos puedan aprobar o reprender
y censurar la eficacia y rentabilidad social y política de su gestión, vamos si
han hecho bien lo que tenían que hacer o se han dedicado a lo que no debían y
les estaba vetado. Por ello, siendo consecuentes con esta doctrina política
prácticamente universal, cada responsable público, en una buena teoría
política, debería explicar a los ciudadanos al término de su mandato qué ha
hecho o dejado de hacer en el tiempo en que ha ejercido ese trabajo. Debiera ser obligatoria esta rendición de
cuentas.
El caso es sin embargo que en nuestro país, con las
listas cerradas, muchos gestores
públicos pueden escamotear la calificación de los ciudadanos. El sofisma es tan
grueso y la falacia tan evidente que apenas requiere refutación. Amparados en
los votos de un partido, hay personajes que han camuflado y camuflan graves o muy graves errores políticos
personales que deberían haberles apartado de la política casi de por vida. Es
verdad que Montaigne señala que hay que distinguir entre las culpas que tienen
origen en nuestra debilidad y las que proceden de nuestra malicia: por eso ese
abandono de la política nada tiene que ver con la responsabilidad, por ejemplo,
penal y no es lo mismo una catástrofe humanitaria que una inadvertencia
política aunque ambas hipótesis justificarían la obligación de esa
renuncia.
Durante muchos siglos, en realidad hasta el comienzo del
XIX con la Constitución de Cádiz que lo suprimió, estuvo vigente en el derecho
castellano un procedimiento que se denominaba “juicio de residencia”. Consistía
en que, al término del desempeño de la tarea que había ejercido, todo
funcionario público debía someter su actuación a una revisión pública en la que
se escuchaban todos los cargos que hubiese contra él y los elogios que hubiese
merecido su trabajo. Era una fiscalización, un sistema de control habitual y
ordinario que en ningún caso implicaba inicialmente culpabilidad alguna del
funcionario en cuestión. Se hacía a todos y quienes eran nombrados para alguna
tarea ya conocían de antemano que, a la finalización del mismo, deberían pasar
por ese trance, desde los virreyes y presidentes de audiencia hasta los
alcaldes y alguaciles.
Por supuesto que no se trata de repetir miméticamente
aquel procedimiento cuyo desarrollo no respondería a los patrones sociales,
judiciales y culturales de hoy día
pero, con todas las variantes que hiciera falta, una medida como esta
facilitaría la higiene moral y política de los asuntos públicos. Sería como aprobar para pasar curso. O, en caso de
no superar la prueba por una pésima
gestión pública, ser castigados con algo así como la “damnatio memoriae”, un
procedimiento que los romanos utilizaban cuando, tras su muerte, analizaban la
vida política de un personaje público y, en caso de que la valoración fuese negativa, lo castigaban a que fuese
borrado para siempre de la memoria de las gente. Aquí no debería ser para tanto
pero sí apartarlo de la vida pública hasta que haya expiado su culpa política.
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