Las holganzas colectivas


       Dice Ortega y Gasset que si se quiere estudiar y conocer la manera de ser, de pensar y de entender la vida de un pueblo, una gente o un período de tiempo, hemos de fijarnos en cómo se divertían, mejor que en las llamadas cosas serias. Pocas cosas, asegura, definen tan bien a una época como el programa de sus placeres. Ni siquiera la ciencia, que da la impresión de que es la actividad básica de cualquier civilización porque esta es más bien una respuesta a las urgencias de los problemas inmediatos que una demanda espontánea. Claramente no son lo mismo los ratos de ocio que ocupaban los griegos con los juegos, como los olímpicos, o como los píticos, que al principio consistían en certámenes de poesía y música que los espectáculos circenses romanos. En la Edad Media el pueblo asistía a los autos de fe, a la quema de herejes en la hoguera y en la Moderna era la guillotina la que entretenía al público que, de acuerdo con los viejos iconos y dibujos, asistía a las ejecuciones haciendo calceta, aplaudiendo y celebrando cada una de las acciones del verdugo de turno. El cuadro básico de lo que hacemos en nuestra época poco tiene que ver con esa historia. Hoy se hace es otra cosa. Y ello significa que también somos otra cosa.
      Una parte de la lista de placeres, de las cosas y actividades en las que cada tiempo y cada colectivo encuentra el gusto y el contentamiento son las holganzas, festejos y espectáculos colectivos, las fiestas comunes, aquellas ocupaciones de ocio en las que de manera más o menos masificada y comunitaria participa la comunidad solidariamente con los mismos objetivos y en los que se pueden apreciar tanto los gustos comunes y los caprichos estandarizados como las ideologías dominantes o los intereses de los gobernantes. Representan una manera específica de entender la vida y es la expresión y la manifestación de las diversas mentalidades sociales y colectivas.
       Melchor G. de Jovellanos, no obstante, precisa que una cosa son las diversiones y otras los espectáculos. El pueblo trabajador, dice, necesita diversiones pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno lo divierta pero sí que le deje divertirse. “Un día de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo”. Lamentando el desaliño de los vecinos, el aire triste y silencioso de los pueblos en los días de fiesta que originan infinitos reglamentos de policía, asegura que un pueblo libre y alegre ejercerá una mejor ciudadanía.
       Los juegos colectivos, tanto si son espectáculos como diversiones, crean ortodoxias rígidas y hasta en su caso sancionadoras y disciplinarias, una especie de pensamiento único obligado. Ello les hace constitutivos de la identidad de grupo (nacional o local) y por ello de elemento diferenciador respecto a los otros y, como consecuencia, producen heterodoxias, herejías y cismas. Y marginación social. El hombre de Calcuta y el de París cuando quieren transportar algo usan idénticamente de la rueda, insiste el filósofo. En cambio se diferencian cuando se ponen a soñar.

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