Aunque se desconoce por quién, ni
cómo, ni a cuento de qué (que ya se sabe que el principio de incertidumbre anula toda certeza acerca de la naturaleza),
los medios
de comunicación cuentan que ha sido prohibida la celebración del domingo de
Piñata. Es lo que refieren por más inefable, extravagante y excesivo que pueda
parecer. Prohibido el desarrollo propio del Carnaval, un sistema de expresión
cuya configuración llega si no a la noche de los tiempos sí, al menos, a la
oscuridad de la Edad Media y se ha ido construyendo mediante ritos sin autor,
de los que diría Manuel Machado. Así las cosas, es como si hubieran prohibido
(que ya veremos) ir en pijama a una boda, pasear los peatones por la acera de
la izquierda, tomar una
copa los domingos a mediodía antes de comer o usar bolígrafos de color azul en
medio de un funeral. Y lo más sorprendente y prodigioso es que los
protagonistas del festejo (ingenuos o no se sabe qué) se lo han creído del
todo, por lo que se ha creado una situación de
si estamos en “la cantante calva” o en “seis personajes en busca de
autor”.
De
todas maneras parece necesario metodológicamente recordar algo obvio sobre este
acontecimiento. Porque carnavales hay tres en realidad. Superpuestos o cruzados
en algún modo de intersección, cada uno tiene su escenario, su rumbo y su
singularidad. Uno es el llamado “carnaval de concurso”, un carnaval de
espectáculo (que por cierto este año, como si se tratase de a ver quién llega
primero, se ha celebrado en Córdoba antes que en ninguna parte del mundo, pero
allá los grupos que lo han aceptado); hay un “segundo carnaval”, también en
parte reglado, que es el de la función en la calle, el de desfile en comitiva;
y, por último, hay un carnaval de calle, en el que la chirigota vuelve a ser
murga y el callejón y el pasaje es de las máscaras: las que estuvieron
prohibidas tanto tiempo. Heredado, libertario y espontáneo.
En este contexto el domingo de
Piñata, al que define el diccionario de la Real Academia de la Lengua como “el
de máscaras que se celebra el primer domingo de Cuaresma y que suele incluir la
diversión de romper la piñata” es el momento final, la apoteosis del carnaval,
como la escena espectacular con que concluyen algunas funciones teatrales. Celebrado
en España y otros países, como acredita Frazer, si algo confiere sentido a la
fiesta es este desenlace. Ya se encargan todas las culturas, en evitación de
males mayores, en “enterrarlo” adecuadamente.
Decía F. Antonio de Guevara, en
carta a un ilustre, que “el arte de gobernar ni se vende en París ni se halla
en Bolonia ni aun se aprende en Salamanca sino que se halla con la prudencia,
se defiende con la ciencia y se conserva con la experiencia”. Y esa es la
cuestión. Porque mejor es pensar que no hay un problema ideológico sino más
bien de impericia aunque, cuando llueve sobre mojado, los dedos se hacen
huéspedes. Meterse confusamente en berenjenales de ritos sociales, por otra
parte inocuos, es propio de una torpeza como la de los pellejos de vino que don
Quijote creía gigantes. Da miedo pensar que pudiera no saberse qué elecciones
se han ganado ni quién ha ganado esas elecciones.
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