Como es de suponer, hay mucha gente
que desconoce cómo se financió la Acrópolis de Atenas, el gran centro de arte
griego que se ha mantenido y se mantiene como uno de los referentes más nobles
y magníficos de la cultura helena, incluso de la occidental y europea. Sin
embargo a cuenta del lío que tenemos montado sobre las llamadas “faraónicas
obras públicas”, que en bastantes ocasiones no solo no resultan necesarias sino
que, parece, han sido uno de los ingredientes que nos han llevado a esta
situación, tal vez sea interesante conocer esta historia que ocurrió hace unos
dos mil quinientos años.
La cosa fue que por entonces muchas
ciudades griegas estaban agrupadas políticamente constituyendo la llamada
“Confederación de Delos”, una comunidad de quienes, tras la experiencia de la
guerra con los persas (las “guerras Médicas”) comprendieron que, unidas, era mucho
más sólida su defensa y convinieron instituir esa confederación. Y aunque su
sede administrativa estaba situada en la isla de Delos, la verdad es que Pericles,
líder del partido demócrata, hoy diríamos de izquierdas, convirtió a Atenas en
la práctica en la capital líder y decisoria.
Para desarrollar los fines previstos
naturalmente cada miembro debía aportar fondos, que bien podían ser en especie
como, por ejemplo, barcos o en moneda, que se depositaba en el tesoro común que
estaba en Atenas. Y aquí viene el intríngulis de la historia. Llega un momento
en el que Pericles y su equipo consideran que el armamento disponible,
incluidos los barcos, ya es suficiente para garantizar la seguridad de los
aliados y entonces deciden utilizar el dinero en embellecer y hacer grande a
Atenas, entendiendo que esa magnificencia también era querida por sus
coligados. Y así decide construir, por ejemplo la Acrópolis. Además había una
cuestión la mar de importante por medio: dado que las guerras con los persas
habían acabado, los que habían sido soldados andaban de acá para allá sin
oficio ni beneficio. Dicho con nuestra terminología, el paro había llegado a
unos niveles insoportables por lo que dedicar toda esa mano de obra a la
construcción era también una manera de resolver el desempleo y las
consecuencias sociales y políticas que acarreaba. “Todos a construir la
Acrópolis”, podría rezar un cartel de la época.
A la oposición de derechas, la
aristocrática, no le gustaba nada el asunto porque de esa manera Pericles ganaba
una y otra elección y así no había manera. Argüían que los edificios eran no
solo inmorales sino vulgarmente ostentosos y, tras hacer varias denuncias de
corrupción que resultaron falsas, decidieron ponerse en contacto con los
homólogos ideológicos de las ciudades e islas coaligadas para tratar de que la
derecha de estas entidades reclamaran el supuesto mal uso que Pericles hacía de
su dinero. Pero este seguía erre que erre y ahí están el Partenón y todo lo
demás. Dice Juan de Mairena que “lo corriente en el hombre es la tendencia a
creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres
capaces de comulgar con ruedas de molino”. Por esta vez está claro el juicio de
la historia.
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