A primera vista y sin meternos en muchas complicaciones teóricas es claro que la vida personal, la de cada uno, es posible porque comemos, bebemos y respiramos. Y la colectiva, la de todos, porque la especie humana ha sabido poner en marcha suficientes sistemas de organización social mediante los cuales cada persona sabe cuál es su papel, sus competencias y sus limitaciones, lo que puede hacer y lo que le está vedado. Y estas condiciones han pasado de ser necesidades a convertirse en derechos, los que pomposamente llamamos derechos humanos, una larga y en cierto modo prolija relación que con carácter universal pretende garantizar a cada miembro de la especie humana, sea cual sea su condición, lo indispensable para su vida y su dignidad.
Pero ¿es suficiente ese catálogo para vivir en paz?, ¿basta con ese conjunto de propuestas no ya para vivir con desahogo sino para ejercitar el oficio de sobrevivir. No lo parece. Es tan sutil y complejo éste terreno, el de los derechos y garantías, que hay que andarse con bastante cuidado. Pongamos el ejemplo de los secretos y de los silencios. ¿Hay alguien que no posea algún secreto que se cuida muy bien de guardar?, ¿quién no conoce cosas que pasan, o están pasando, y que conserva dentro de sí como si fueran un tesoro?, ¿no hay suficientes datos, por ejemplo, para saber qué es lo que hay detrás de muchas de las afirmaciones de los personajes públicos? Y ¿qué ocurriría si de pronto todos empezásemos a revelar aquello que sabemos mejor o peor? La vida de los miembros de la especie humana tiene tantos recovecos, hay una maraña tan complicada de relaciones (padres, hijos, vecinos, compañeros, amigos…) que, si explotaran, si un silencio prudente no gobernase nuestra convivencia, sería imposible la vida. Podemos imaginar simplemente qué ocurriría si en un momento dado todos y cada uno de nosotros empezásemos a decirle a todos los demás lo que verdaderamente pensamos de ellos, tanto lo bueno como lo malo. ¿No sería la guerra de todos contra todos? Afortunadamente un pacto implícito de silencio garantiza nuestras buenas relaciones y nos permite andar por la vida con cierto descuido, en la seguridad de que todos los respetaremos.
Dedicamos mucho tiempo en la vieja Europa de los matices y los sistemas filosóficos, a hablar de la complejidad material de la vida, incluso de la del conocimiento, sin caer en la cuenta de la vida tan sofisticada que hemos creado con la excusa de la civilización. Sin fijarnos en cómo hemos pasado de la sencilla vida primitiva a una complejidad tal que ¡menudo la que se armaría si uno asistiese a una boda o a un funeral en pijama! Paras entender lo que pasa es indispensable poner sobre la mesa ese conjunto de necesidades implícitas, transformadas en derechos tales, que la complejidad de nuestra larga y elaborada historia ha ido creando como redes en las que vamos cayendo y de las que no podemos salir. Si seguimos sin hacerlo, continuaremos montando nobles artificios ideológicos, brillantes programas científicos y distinguidas taxonomías de valores pero serán palabras y palabras que no nos llevarán a ninguna parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario