Como un rito obligado vuelve de manera cíclica el informe PISA sobre el estado de la educación. Y también, como siempre, las voces plañideras que, mientras reiteran las soluciones tópicas y vacías de contenido, claman lo mal o regular que nos va y lo mal o regular que lo hacen los diferentes implicados en el sistema educativo, en especial los responsables políticos. Lo malo es que con todo lo que se dice, y sobre todo lo que se calla, difícil es arreglar alguna cosa.
Parece obvio que sobre este informe hay, al menos, dos puntualizaciones imprescindibles para situar adecuadamente su sentido. La primera, sobre la materialidad del documento, es que aquí no se trata de un maratón en el que lo que importa es el puesto en que se queda al final, como muchos titulares parecen sugerir. Tampoco es una evaluación completa de todo el sistema educativo. Es solo una prueba en la que se indaga el rendimiento de estudiantes de 15 años en tres saberes instrumentales, que por cierto, siendo cualitativos, vienen expresados en niveles cuantitativos, en posiciones de número, lo que ya de por si plantea una incongruencia resbaladiza. Por supuesto que es útil e relevante ya que establece niveles de suficiencia y destreza, pero poco explica sobre el origen de las desigualdades.
La segunda puntualización, también obligada porque parece que no está claro a mucha gente, hay que referirla a quién es el destinatario de ese informe. Claro que en primer lugar va dirigido al sistema educativo, del que muestra aciertos y tropezones, pero mucha gente escucha, como quien oye llover y por más que se repita cada día, que las condiciones culturales, económicas y sociales son decisivas para el rendimiento escolar (en una encuesta en Alemania se mostró que ningún estudiante, en cuya casa había más 500 libros, suspendía). Que la estructura educativa es sólo un instrumento técnico pero que la educación corresponde a toda la sociedad está tan repetido que ya nadie lo cree. Y de este modo, mientras sólo unos pocos ejercitan su responsabilidad social y educativa, la mayoría de la gente y de los grupos sociales se quitan de en medio y se limitan a reclamar soluciones milagrosas, sin aportar esfuerzo, a veces con virulencia y pocas veces con propuestas consistentes. Mientras, unos buscan la refriega política, otros el adoctrinamiento ideológico y algunos el beneficio económico. Y hay quien, teniendo mucho que decir, calla mirando a otro lado.
En el fondo, la triste y desoladora conclusión a que se llega es que en nuestro país la educación no interesa a nadie, por más que palabras grandilocuentes estén reclamando a cada rato lo contrario: sólo basta con echar una ojeada a los barómetros del CIS para ver en qué lugar está dentro de las preocupaciones de los españoles. A veces da la impresión de que el alcance de la educación sólo entra en el debate público cuando una fiesta provoca en los padres el problema de dónde dejar a los hijos. Mientras que unos y otros sólo se ocupen de soltarse el problema y la responsabilidad al tiempo de exigir que ellos solos, los profesionales, resuelvan los problemas, mal va a ir el asunto.
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